La palabra consagración
La palabra consagración se deriva de verbo consagrar. Y puede tener
un doble sentido: activo y pasivo. Expresa tanto la acción de consagrar
como el hecho de ser Consagrado. Consagrar, en sentido teológico, es lo
mismo que: santificar, divinizar, sacralizar o sacrificar. Todos estos
términos implican relacionarse directamente con Dios, ser introducido en
la esfera de lo Sagrado absoluto, de lo Divino o de lo Santo, es decir,
en el ámbito de la Divinidad.
Consagrar de parte de Dios es: tomar plena posesión, reservarse
especialmente, invadir y penetrar con la propia santidad, admitir a la
intimidad personal, relacionar profundamente consigo mismo, transformar
por dentro, renovar interiormente y, sobre todo, configurar a alguien
con Jesucristo, que es el Consagrado.
Por parte del hombre, consagrarse es: entregarse a Dios, dejarse
poseer libremente por él, acoger activamente la acción santificadora de
Dios, darse a él sin reservas, en respuesta a la previa autodonación de
Dios y bajo el impulso de su gracia.
Ningún valor que se entrega a Dios, o del que Dios toma posesión,
queda destruido. Al contrario, queda mejorado y ennoblecido, porque se
salva en Dios mucho mejor que en sí mismo. Por ejemplo, sacrificar o
consagrar a Dios nuestra libertad o nuestro amor, lejos de ser una
negación, es una verdadera afirmación de esos mismos valores humanos.
Convertir nuestra libertad y nuestro amor en propiedad inmediata y total
de Dios es la mejor manera de salvarlos en cuanto amor y en cuanto
libertad. Dejarse poseer por Dios es la suprema manera de ser libres y
de amar, ya que Dios crea y fortalece nuestra libertad y nuestro amor en
la misma medida en que nos dejamos poseer por él.
La consagración supone donación y renuncia, entrega y separación.
Recordemos las parábolas del tesoro escondido en el campo y de la perla
preciosa (Mt, 13,44-45), que cautivan a quien lo descubre y le mueven a
vender todo lo demás para adquirir ese tesoro y esa joya.
Consagrarse a Dios implica renuncia a la propia suficiencia y
autonomía, para encontrar en Dios y en la plena y filial dependencia de
él, una mayor autonomía, suficiencia y libertad.
La consagración en sentido teológico, implica y es una relación
estrictamente personal, de tú a Tú, con Dios. Es sólo aplicable a la
persona, porque sólo ella puede relacionarse de manera íntima,
entrañable y formal con Dios.
La consagración en sentido teológico, es una real transformación de
la persona, una configuración verdadera con Cristo, una santificación.
La persona queda referida de manera nueva e intrínseca a Dios, invadida
por la santidad de Dios, transida de divinidad, poseída por el mismo
Dios y transformada en él, sin que ella pierda su propia individualidad.
La persona consagrada se relaciona de forma inmediata, es decir, sin
mediaciones y sin intermediarios, con Dios. Por eso, la consagración
religiosa tiene un valor y un sentido teologal y no sólo teológico.
Consagración de Cristo
EL CONSAGRADO. “Jesús mismo es Aquél a quien el Padre consagró y
envió en el más alto de los modos (Jn. 10,36). En él se resumen todas
las consagraciones de la antigua ley, que simbolizan la suya, y en él
está consagrado el nuevo Pueblo de Dios” (EE 6). “Jesús vivió su
consagración precisamente como Hijo de Dios: dependiendo del Padre,
amándole sobre todas las cosas y entregado por entero a su voluntad” (EE
7). En Cristo se cumple con todo rigor el concepto más estrictamente
teológico de consagración. Porque Cristo es Dios hecho hombre, es decir,
lo sagrado absoluto (Dios), que asume lo secular y profano (la
naturaleza humana) para introducirlo dentro de su propio ámbito divino.
Cristo es el Ungido, es decir, el consagrado, el Mesías. Los tres
momentos principales de ésta unción sagrada son: la encarnación, el
bautismo y la resurrección gloriosa (Hb. 2,5-13). Toda la creación ha
quedado renovada y consagrada por el hecho de la Encarnación. Cristo no
se encarna para “secularizarse”, sino para consagrar toda su realidad
humana, asumiéndola, elevándola, trascendiéndola y sacrificándola.
Cristo, vive en sí mismo todo un proceso de consagración que dura toda
su vida hasta su muerte y resurrección. Cristo es anonadado (Flp. 2,7-8)
y este anonadamiento por el que se sacrifica y se consagra, es por su
obediencia, pobreza y virginidad.
La consagración bautismal
Por designio eterno y amoroso del Padre, Cristo vino al mundo para
consagrarnos, introduciéndonos en el ámbito más íntimo de lo Sagrado,
que es él mismo: comunicándonos su propia filiación divina. Desde
siempre, Dios nos pensó y eligió en la Persona de Cristo, por pura
iniciativa suya, para que fuéramos de verdad hijos suyos, santos y
consagrados en su presencia por el amor (cf. Ef. 1,3-14).
“Los bautizados son consagrados por la regeneración y la unción del
Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo” (LG 10). El
bautismo es una real inserción en Cristo y en su misterio de muerte y de
resurrección. Es una verdadera configuración con Cristo en su condición
filial y fraterna y, por eso mismo, es una verdadera consagración.
Por el bautismo morimos al pecado y comenzamos a morir a las raíces
de pecado que en nosotros quedan, hasta que la muerte de Cristo haya
“mortificado” todo lo pecaminoso y haya consagrado todo lo profano. La
consagración bautismal supone una presencia activa y permanente de Dios
en nosotros, una especie de presencia sacerdotal que nos convierte en
ofrenda y en sacrificio, y que nos hace posesión plena de Dios.
Dios, por medio del bautismo, nos hace hijos suyos en el Hijo y, en
él, nos hace hermanos de todos los hombres. Es decir, nos consagra
realmente, configurándonos con el Consagrado en su filiación divina y
mariana y en su fraternidad universal. El proceso bautismal de
configuración con Cristo concluirá en nuestra resurrección gloriosa,
cuando incluso en nuestra carne se manifieste la gloria de nuestra
filiación divina.
La consagración religiosa
“La vida religiosa, en cuanto consagración de toda la persona,
manifiesta en la iglesia el admirable desposorio fundado por Dios, que
es signo del mundo futuro. De este modo, el religioso consuma la plena
donación de sí mismo como un sacrificio ofrecido a Dios, por el que toda
su existencia se convierte en culto continuo a Dios en amor” (can.
607,1)
El religioso es el que trata de vivir la consagración bautismal en
toda su radicalidad, llevando hasta sus últimas consecuencias las
exigencias del bautismo y haciendo fructificar todas las virtualidades
en él contenidas. El religioso vive en total disponibilidad, de forma
permanente, como estado de vida, encarnándola en la vivencia efectiva de
la virginidad, obediencia y pobreza: es decir, en la profesión de los
consejos evangélicos, que es un compromiso público y definitivo de
conformar la propia vida con Cristo virgen, obediente y pobre.
La “dedicación absoluta al Reino” (ET 3), convertida en estilo de
vida y en norma de conducta, esa “donación de sí mismo que abarca la
vida entera”(PC 1), ese “vivir únicamente para Dios” (PC 5), es el
contenido más hondo de la consagración religiosa y expresa su distinción
con la consagración bautismal y al estilo propio de un cristiano.
La consagración religiosa es una consagración de amor, una pasión de
amor, con las características propias de amor verdadero convertido en
pasión: la totalidad en la entrega, la exclusividad en la persona amada y
el desinterés absoluto en servirle. Y al decir que es una consagración
total, quiere decir que es perpetua. Don absolutísimo e irrevocable, lo
llama Pablo VI (ET 7). Si la persona no se entrega para siempre no se
entregaría del todo.
La consagración religiosa es profundamente eclesial. Es un “estado
litúrgico”, de adoración perpetua, de culto oficial de la Iglesia.
El religioso muere de forma habitual no sólo al pecado, sino también
al mundo, a valores humanos positivos, muere a formas y exigencias
sociales, a la triple categoría de bienes positivos que son: amor humano
compartido (castidad), propiedad y uso independiente de los bienes
materiales (pobreza) y la libre programación de la propia vida
(obediencia).
Dice Pablo VI a los religiosos: (ET 7) “Por el Reino de los cielos,
vosotros habéis consagrado a Dios, con generosidad y sin reservas, las
fuerzas de amar, el deseo de poseer y la libre facultad de disponer de
vuestra propia vida, que son bienes tan preciosos para el hombre”. Los
consejos evangélicos expresan y realizan la donación integral e
irrevocable de todo nuestro ser personal, de lo que somos y de lo que
tenemos y podemos poseer. Es no sólo una oblación, sino un sacrificio
que lleva a sus últimas consecuencias la consagración del bautismo y
vivir con radicalidad el evangelio y la imitación de Cristo. La
consagración religiosa es una entrega total, absoluta e inmediata de
amor a Dios. Desde ese momento, todo el ser y la vida del religioso
tiene un sentido y lleva un sello de pertenencia a Dios.
Por último, nadie es religioso por propia iniciativa. Es Dios quien
llama y quien capacita para responder. En Dios, llamar es dar. La
vocación es un verdadero don. Y los dones de Dios, por ser dones de
amor, enteramente gratuitos, son dones definitivos, sin posible
arrepentimiento por parte del mismo Dios, como nos recuerda san Pablo:
“Los dones y la vocación de Dios son irrevocables” (Rom. 11,29). Llamar
para siempre es crear en el llamado una permanente capacidad de
respuesta. La fidelidad del hombre consiste en apoyarse en la fidelidad
inquebrantable de Dios.